El derecho de soñar… y de equivocarnos

Por: Redacción Digital 

Ya inician los primeros compases de Viceversa, el nuevo dramatizado cubano que toma el relevo de El derecho de soñar en las noches de Cubavisión. Aunque en los grupos de Facebook y WhatsApp ya han ido «calentando» el ambiente previo entre memes, fotografías y avances, en el debate público prevalecen aún los ecos finales de la novela homenaje que Ángel Luis Martínez, Alberto Luberta Martínez y Ernesto Fiallo concibieron para celebrar el centenario de la radio cubana y los 75 años de la icónica El derecho de nacer.

Para algunos, pudo ser un mejor final; para este columnista, pudo ser una mejor novela. Más dudas que certezas y más decepciones que alegrías dejó entre nosotros un predecible cierre que confirmó las contradicciones argumentales de un guion errático que, desde el primer momento, no pudo establecer una transición coherente entre el pasado y el presente, a partir de errores de continuidad y soluciones inverosímiles, independientemente de las licencias propias de la ficción telenovelera.

Las inconsistencias del libreto se hicieron más evidentes tras el puñado de capítulos iniciales que nos presentó un drama de época, — con todos los matices del folletín radial — , para elucubrar sobre la accidental muerte de la mítica María Valero, con el trasfondo de «La guerra del aire» entre Goar Mestre y Amado Trinidad, así como los tiempos de gloria de El derecho de nacer y Félix B. Caignet, durante la década del 40 del pasado siglo.

Si bien las dificultades de producción y las sobreactuadas interpretaciones de varios actores restaron algo de brillo a la recreación histórica del relato, esta fue, tal vez, la mejor etapa en el trazo narrativo de las tramas y los personajes, por lo que muchos espectadores pedían más aliento en pantalla para este lapsus epocal que nos devolvió a la amplia y valiosa tradición de la televisión cubana en crear obras inspiradas en etapas pretéritas.

Sin embargo, al cruzar de los referentes clásicos y reales del pasado hacia un escenario con mayor proximidad en el tiempo, se diluyó el inicial espíritu melodramático de la historia, a pesar del desesperado intento de sostener importantes líneas argumentales, a través del maridaje entre los parámetros más comunes del género, con la progresiva complicación del relato y el diseño de los personajes.

Fechas, edades, parentescos o móviles sentimentales generaron no pocas incertidumbres sobre la eficacia narrativa de varias de las conexiones que los guionistas concibieron para enlazar pasado y presente. Sobresale aquí una de las más importantes, — por todos los microconflictos que generó — , la prolongada y pesarosa trama de la presumible culpabilidad de Esther de la Osa (Amelia Fernández/Verónica Lynn) y José Alfredo Pomares (Ángel Ernesto García Brito/Luis Rielo) en la muerte de María Valero (Yaremis Pérez) y la subsecuente confabulación con aires de reivindicación y venganza de Claudio, defendido por Héctor Noas.

Si difícil resulta explicar el comportamiento de Claudio y su inaudita componenda para recuperar las joyas de la Gran Dama de la Radio, más arduo será para los furibundos defensores de la novela encontrar argumentos convenientes en aras de justificar otros equívocos como el accionar ilógico de la única investigadora ¿policial?; o que un fanático de la radio le regale una casa a un joven actor, porque su voz se parece a la de su fallecido hermano; o las precipitadas revelaciones de violencia sexual en que vivía Alicia (Ana Gloria Buduen) o la expareja de Igor; o cómo Jessica (Osmara López), sin formación previa, terminó haciendo un programa estelar, mientras Mayito tuvo que pasar un calvario por un título falso, después de años demostrando con creces sus habilidades profesionales.     

A las incongruencias podemos sumar las inusuales reparticiones de viviendas ante los apuros de techo de algunos personajes; la tardía reacción de una escritora con un impedimento físico para resolver, finalmente, dictar los capítulos de su novela; la simplista concepción del proceso productivo y estético de un documental tan ambicioso como el que centraba la relación de la protagonista con la radio y la mayoría del reparto, entre otras, que podrá incluir el lector/espectador.  

Deslices en el planteamiento de argumentos y personajes que pudieran pasar como imprecisiones atribuibles a todo drama televisivo de largo aliento, pero que aquí resultan más preocupantes cuando nos acercamos, al menos, a tres ejemplos que sostienen componentes esenciales de los fines artísticos, conceptuales y educativos de esta obra audiovisual. 

En primer lugar está el ampliamente debatido protagónico de Daniela. Si en un primer momento parecía que la desconexión empática entre la audiencia y el personaje principal era fruto del concepto, — desde el guion — , de una personalidad contradictoria y confusa, luego el titubeante desempeño de la novel Jessica Aguiar con la falta de química en sus noviazgos con Yasmany (Yass Beltrán) y Reynaldo (Jorgito Martínez), su inexpresividad o falta de matices en el complicado trazado emocional de Daniela, apuntaron hacia el reparto y la calidad del casting. 

Hoy queda la duda de si esos sinsabores se deben a lo primero, lo segundo o la combinación de ambos.  Me declino por pensar que, en el estimable intento de los guionistas por dibujar personajes complejos y discordantes, — en cofradía con otros de signo melodramático — , terminaron por trastocar las líneas discursivas que llevan al espectador a empatizar con los personajes, de modo tal que muchos se identificaran más con el supuesto depredador sexual (a mí todavía no me queda clara la culpa de Igor, a pesar de la confesión) que con la víctima.

A muy pocos se podrá convencer que, detrás de esa simpatía del público con Igor esté la construcción de un personaje ambiguo y manipulador, quien, aprovechándose de su carisma, engañó a todos para perpetrar esos delitos, aparte de la maravillosa interpretación de Ray Cruz. Faltó, como dicta la receta dramatúrgica, dar señales a lo largo de la ficción que permitieran sentar las bases para la intriga y la sospecha sobre el actuar del personaje, pues, al final, falló el elemento sorpresa de la confesión del violador ante la detective y la familia. Muy pocos terminaron detestando a Igor; eso dice mucho. Foto: Casa Productora de Telenovelas. 

Si bien la muerte de un personaje buenazo y querido es un recurso infalible de la factoría del melodrama, en el caso del triste final de Manuel, defendido por el incombustible Luis Enrique Carreres, se antoja como la traición tácita a la premisa declarada desde el mismo título de la telenovela, apostasía que resulta más paradójica cuando se trata de un rol sostenido sobre las culpas, fracasos y los sueños truncados. Él, más que nadie, merecía la redención.     

En un reparto coral donde coinciden debutantes con otros jóvenes de reconocida carrera y referentes de la actuación como Rubén Breña, Verónica Lynn o Luis Rielo, no se puede esconder el desbalance histriónico de los intérpretes, no solo por la diferencia lógica entre experiencia y lozanía ya que, en muchos casos, principiantes o noveles actores que defendían personajes secundarios representaron con notable habilidad sus papeles, ante otros con una mayor carga temporal y argumental en la trama.  

En ese apartado, destacan las ejecuciones de Yaremis Pérez, Ray Cruz, Luis Enrique Carreres, Osmara López, Jorgito Martínez, Ingrid Lobaina (Damaris), Roberto Romero (Alejandro) y, por supuesto, las celebradas caracterizaciones de Frank Andrés Mora y Yaité Ruiz como Pipo y Muñeca. Fotos: Casa Productora de Telenovelas.  Para la mayoría de los analistas y críticos la gran basa de esta obra es su mayúsculo homenaje a la radio cubana como un fenómeno artístico y cultural, asociado al devenir social y afectivo de la nación; un tributo que se fue sumando a la gramática de la telenovela con la exógena mención de artistas y emisoras de todo el país en las transiciones, presentación o créditos, hasta el involucramiento directo en la trama de figuras como Carmen Solar, Iván Pérez, Joaquín Cuartas, entre otros.  Otro acierto estuvo en la creación de una atmósfera de familiaridad, protección y crecimiento profesional entre quienes hacen la radio, aunque a veces se insistiera, con demasiada convicción y reiteración, en las muchas penurias, dilemas, retos y peligros que ciernen sobre la radio y su sostenibilidad.

El entramado ético, pasional y sacrificado que teje ese medio «imbatible» (como lo definiera mi colega Reinaldo Cedeño) estuvo en el ánimo de casi todos los capítulos.  Puesto que en su cumplido a la radio los realizadores no escondieron la inclusión de preceptos didácticos en las líneas temáticas abordadas, en muchos aspectos, las enseñanzas se quedaron por las ramas, y para colmo, no lograron encauzar el debate colectivo hacia los mejores valores o ideas respecto al asunto en cuestión, ya sea por falencias artísticas o el tratamiento superficial de los temas.  

Desde la dramaturgia, hay salidas que, por necesidad, son triviales o tópicas, no obstante, deben fluir como resultado de un desarrollo coherente de la acción, algo que no ocurrió muchas veces en esta telenovela. Se sabe que en el melodrama cabe todo, pero en ese pacto de lectura entre creadores y audiencia no están de más un poco de rigor y verosimilitud en el esbozo de las historias y los personajes.  

Esta ha sido una hermosa, pero imprecisa reverencia televisiva a la radio cubana que se suma a la destacada obra de los creadores Ángel Luis Martínez, Alberto Luberta Martínez y Ernesto Fiallo y la demostración más obvia de que, tanto nosotros como ellos, tenemos el derecho de soñar…y de equivocarnos. 


Tomado de Alma Mater

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