Foto: Trabajadores.cu. |
Por: Víctor Joaquín Ortega
Soy un enamorado del deporte desde niño, amor llevado a la práctica especialmente con las pesas y el judo, sin que el deporte me quisiera con igual fuerza. A escribir pues: sería un cantor de la maravillosa esfera. En el texto que ahora creo para ustedes, parto de lo personal para usarlo cual prólogo de lo esencial y no por romanticismo o nostalgia.
Demasiado inquieto, más bien majadero, las travesuras me causaron desde pequeño bastantes lesiones al tumbar frutas, fajarme a menudo, jugar a la pelota, patear un balón y correr, saltar, lanzar, trepar, sobre todo en localidades de mi pequeña patria: el barrio de Cayo Hueso en Centro Habana. Obtuve tantos puntos en mi anatomía como un magnífico estudiante en un examen, lo que yo no era.
Durante esas fechorías, perdí el conocimiento en tres ocasiones. La primera al quitarle el juguete a un muchacho para fastidiarlo y, luego, acelerar bajo la lluvia a pesar de las advertencias de mi madre: caída y tortazo noqueador en la cabeza.
La segunda: después de lanzar varias piedras, desde la cocina de la clínica propiedad de mi padre, a estudiantes del colegio Baldor en su clase de educación física, busqué escondite y mi testa chocó con un árbol en el jardín. Me podían contar más de 10 segundos. De nuevo la atención del médico y la placa. También el viejo me sonó el regaño y el castigo: dos semanas sin postre y sin ver la televisión.
La tercera me falta, lo sé. Aunque no puedo ir tan rápido: me acerco a los 82. Ocurrió cuando yo cumplía cinco años. Fiesta sabrosa en mi hogar de Neptuno 811. Terminados los honores al cake, los bocaditos, los refrescos, los dulces finos del establecimiento Siglo XX de Belascoaín… el protagonista se va con la muchachada a improvisar un encuentro beisbolero en el ancho y largo patio. Seis contra seis.
Ocupo la receptoría. Ni hablar de caretas y guantes. A mano limpia. La cara al aire. Palo rescatado de la escoba. Una jovencita al bate. Ya estoy agachado. Lanzan el baloncito. Suinazo loco. No le da a la redonda. Oigo gritar; “¡Le diste por el cayuco!” y siento allí algo raro. Les aseguro que vi las estrellas. ¡Al suelo!
Me levantan. Zarandeado. Agua recorre mi rostro. Me cargan. Ya estoy sobre mi cama. Todos se aferran al silencio. Respiran mejor cuando me incorporo y quiero seguir jugando. No lo hacemos. Y la bateadora esconde el susto mientras encabeza la retirada, llevándome por el brazo hacia el comedor donde los mayores disfrutan la celebración.
Ninguno de ellos lo sabrá. No habrá médico —aunque hay varios en mi festejo—, ni hospital, ni placa. Me alegro mientras me disparo algunos capuchinos y una Materva. Con el tiempo aprendí que aquel silencio fue una falla: si la lastimadura hubiera andado hacia algo mayor. Solo se quedó en el susto, un dolorcito y el pequeño chichón ocultado con una gorra.
Cátcher en torneos estudiantiles, juveniles, de tercera y segunda categorías, antes y después del triunfo del pueblo, ya periodista fui uno de los fundadores del softbol de la prensa, siempre ubicado en la misma posición. Y choqué con la misma piedra en un clásico nacional de este tipo. Un tiro perdido me dio al costado de la cara. Mantuve el sentido, solo sufrí una especie de mareíto. Preocupación de todos, un poco de miedo colectivo, continué con los arreos puestos hasta el final del desafío y actué hasta las siguientes jornadas. Tampoco hubo atención médica. Por suerte no tuve consecuencias por esa despreocupación y mi tonta guapería, entonces con más de 60 años en las costillas.
El béisbol y el softbol no son contiendas como el dominó y el parchís, pero no están exentos de laceraciones y violencias, aunque aparecen allí con frecuencia menor que en las disciplinas de combate y contactos más potentes —el boxeo profesional y el fútbol tipo estadounidense a la cabeza— y están los deportes extremos. Los conceptos martianos acerca de dicho asunto poseen vigencia de acuerdo a la adaptación con la actualidad.
Leamos: “Los hombres de todos los países, blancos o negros, japoneses o indios, necesitan hacer algo hermoso y atrevido, algo de peligro y movimiento, como esa danza del palo de los negros de Nueva Zelandia” (José Marí, en La Edad de Oro, "Un juego nuevo y otros viejos").
Durante esas fechorías, perdí el conocimiento en tres ocasiones. La primera al quitarle el juguete a un muchacho para fastidiarlo y, luego, acelerar bajo la lluvia a pesar de las advertencias de mi madre: caída y tortazo noqueador en la cabeza.
La segunda: después de lanzar varias piedras, desde la cocina de la clínica propiedad de mi padre, a estudiantes del colegio Baldor en su clase de educación física, busqué escondite y mi testa chocó con un árbol en el jardín. Me podían contar más de 10 segundos. De nuevo la atención del médico y la placa. También el viejo me sonó el regaño y el castigo: dos semanas sin postre y sin ver la televisión.
La tercera me falta, lo sé. Aunque no puedo ir tan rápido: me acerco a los 82. Ocurrió cuando yo cumplía cinco años. Fiesta sabrosa en mi hogar de Neptuno 811. Terminados los honores al cake, los bocaditos, los refrescos, los dulces finos del establecimiento Siglo XX de Belascoaín… el protagonista se va con la muchachada a improvisar un encuentro beisbolero en el ancho y largo patio. Seis contra seis.
Ocupo la receptoría. Ni hablar de caretas y guantes. A mano limpia. La cara al aire. Palo rescatado de la escoba. Una jovencita al bate. Ya estoy agachado. Lanzan el baloncito. Suinazo loco. No le da a la redonda. Oigo gritar; “¡Le diste por el cayuco!” y siento allí algo raro. Les aseguro que vi las estrellas. ¡Al suelo!
Me levantan. Zarandeado. Agua recorre mi rostro. Me cargan. Ya estoy sobre mi cama. Todos se aferran al silencio. Respiran mejor cuando me incorporo y quiero seguir jugando. No lo hacemos. Y la bateadora esconde el susto mientras encabeza la retirada, llevándome por el brazo hacia el comedor donde los mayores disfrutan la celebración.
Ninguno de ellos lo sabrá. No habrá médico —aunque hay varios en mi festejo—, ni hospital, ni placa. Me alegro mientras me disparo algunos capuchinos y una Materva. Con el tiempo aprendí que aquel silencio fue una falla: si la lastimadura hubiera andado hacia algo mayor. Solo se quedó en el susto, un dolorcito y el pequeño chichón ocultado con una gorra.
Cátcher en torneos estudiantiles, juveniles, de tercera y segunda categorías, antes y después del triunfo del pueblo, ya periodista fui uno de los fundadores del softbol de la prensa, siempre ubicado en la misma posición. Y choqué con la misma piedra en un clásico nacional de este tipo. Un tiro perdido me dio al costado de la cara. Mantuve el sentido, solo sufrí una especie de mareíto. Preocupación de todos, un poco de miedo colectivo, continué con los arreos puestos hasta el final del desafío y actué hasta las siguientes jornadas. Tampoco hubo atención médica. Por suerte no tuve consecuencias por esa despreocupación y mi tonta guapería, entonces con más de 60 años en las costillas.
El béisbol y el softbol no son contiendas como el dominó y el parchís, pero no están exentos de laceraciones y violencias, aunque aparecen allí con frecuencia menor que en las disciplinas de combate y contactos más potentes —el boxeo profesional y el fútbol tipo estadounidense a la cabeza— y están los deportes extremos. Los conceptos martianos acerca de dicho asunto poseen vigencia de acuerdo a la adaptación con la actualidad.
Leamos: “Los hombres de todos los países, blancos o negros, japoneses o indios, necesitan hacer algo hermoso y atrevido, algo de peligro y movimiento, como esa danza del palo de los negros de Nueva Zelandia” (José Marí, en La Edad de Oro, "Un juego nuevo y otros viejos").
En esa competencia los participantes acechados por tantos peligros hasta se jugaban la vida. Así hacían indios, ingleses, canarios, japoneses y los moros cuando actuaban en pruebas parecidas. Nada en aguas muy profundas al conducirnos a este pensamiento: los seres humanos gozan al correr riesgos y si no se corren, ¿de qué vale la vida?
Continuará…
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