Trampas, racismo y otras ignominias fustigaron el olimpismo

En la prueba de maratón de 1904 también hubo trampas. Foto: Clásico.

Por: Víctor Joaquín Ortega


Los III Juegos Olímpicos, con sede en la ciudad estadounidense de San Luis, en 1904, albergaron la mayor barbarie fustigadora del clásico: las llamadas Jornadas Antropológicas.

Eran competencias adjuntas sin valor olímpico dedicadas a la gente inferior, según conceptos de lo más reaccionario de Estados Unidos: africanos, turcos, sirios, judíos, indios, chinos, filipinos, aborígenes sioux… muchos nacidos o naturalizados en ese país, pero no reconocidos como norteamericanos verdaderos.

Personas con diversas afectaciones en el físico o en la mente abundaban entre aquellos contendientes, ý su quehacer en busca de la victoria servía de burla a gran parte la concurrencia manchada así de antihumanismo, Hubo hasta combates de lucha y carreras sobre el fango.

Por ello y otras anomalías, el historiador español Juan Fauria, un hombre lejos de la izquierda, señaló: “Otro defecto de los yanquis, el sensacionalismo y el afán de hacer las cosas en grande, fue en detrimento de las pruebas y de la calidad, por la enorme variedad que hubo. A la distancia uno se imagina que aquello fue una juerga deportiva…”.

El racismo y la antideportividad siguieron azotando el magno certamen. En 1908, la lid con teatro en Londres, mostró fallas en la caballerosidad inglesa. Loi peor: impedir la presencia de jueces de otra nación. Y la inmensa mayoría de los actuantes se dieron gusto con la profusión de trampas que llegaron a descalificaciones injustas a favor de los del patio.

Sin embargo, como ha escrito el historiador cubano Bermúez Brito: “A pesar de todas las situaciones que se presentaron, los Juegos de la IV Olimpiada dieron un paso firme en la consolidación de estos eventos”.

Tampoco pudieron acabar con el clásico los trucos de los suecos para beneficiar a sus luchadores en Estocolmo 1912, ni el racismo de un entrenador norteamericano que encerró en un cuarto a uno de sus corredores finalistas allí, Howard Drew, para evitar que ganará los 100 lisos un ser humano de piel negra.

Ni siquiera lo consiguió el duro golpe de arrebatar las medallas de oro al más brillante de esos quintos Juegos, Jim Thorpe, por ser profesional, aunque en verdad debido a su condición de aborigen estadounidense. Las devolvieron a sus familiares en 1982.


Lo que no acabó fue la presencia de ciertos fustazos de este tipo, aun en etapas más actuales. A aquellas prometo dedicar un texto, comenzando por las malas mediciones en Los Ángeles 1932, sin soslayar el error del sí a Berlín 1936 y los intentos de evitar que el olimpo gozara de la samba en 2016.

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