VerĂ­dica historia

 

Por: RedacciĂ³n Digital 

A las nueve de la noche del 13 de enero de 1907, Francisco GarcĂ­a RodrĂ­guez, un mocetĂ³n asturiano que atendĂ­a la bodega situada en la esquina de las calles Indio y Rayo, en La Habana, era salvajemente atacado en su establecimiento. Su agresor, Yeyo Vasallo, con un cuchillo enorme le propinĂ³ una herida en la mejilla, y otra, espectacular, en el cuello. Cuando los mĂ©dicos esperaban su muerte segura, cicatrizĂ³ la herida mĂ¡s grave y pareciĂ³ que el sujeto se salvarĂ­a. Dos meses mĂ¡s tarde, sin embargo, era cadĂ¡ver. La cicatriz, al obstruirle la laringe, lo habĂ­a matado.

Aunque no se habĂ­a promulgado aĂºn la Ley de Cierre (22 de mayo de 1910), que dispuso que los establecimientos pĂºblicos no permanecieran abiertos despuĂ©s de las seis de la tarde, lo que contribuyĂ³ al descanso y dio una vida normal a miles de empleados que eran prĂ¡cticamente esclavos de los comercios donde trabajaban, existĂ­an regulaciones que obligaban a tiendas y bodegas, en domingos y dĂ­as festivos, a cerrar sus puertas a una hora determinada. La medida se incumplĂ­a, sin embargo. Los comerciantes, si bien mantenĂ­an sus establecimientos aparentemente cerrados, dejaban, despuĂ©s de la hora lĂ­mite, una puerta discretamente abierta, la de la trastienda, para el cliente que pudiera caer.

AsĂ­ lo hacĂ­a invariablemente el bodeguero GarcĂ­a RodrĂ­guez, veterano de la contravenciĂ³n, un hombre para quien no existĂ­an las leyes sociales, mĂ¡s preocupado por asegurar sus ganancias, por mĂ­nimas que pudieran ser, que por el descanso y la familia. “Nadie cogiendo se arruina”, era la frase que de tanto repetir se habĂ­a convertido para Ă©l en una suerte de divisa.

Aquel 13 de enero, GarcĂ­a RodrĂ­guez esperaba a que fuesen las diez para cerrar la Ăºltima puerta e irse a dormir. De pronto, un tumulto de voces le llegĂ³ por la calle Indio y tambiĂ©n el ruido de las ruedas de un coche que avanzaba trabajosamente sobre el adoquinado lleno de furnias. Se detuvo el vehĂ­culo delante de la puerta abierta de la trastienda, y de Ă©l descendieron Manuel Torres (el Zurdito), Alfonso Casanova (El Ă‘ato) y Ricardo ValdĂ©s (Bachata). DescendiĂ³, asimismo, Yeyo Vasallo, el cochero. Las risas y las bromas que intercambiaban los reciĂ©n llegados dieron confianza al bodeguero.

–Estos paisanos han tenido una noche mĂ¡s feliz que la mĂ­a –pensĂ³.

Yeyo o el optimismo

Una mañana, Guillermo Herrera, periodista policial entonces de un matutino habanero y que terminarĂ­a siĂ©ndolo en la dĂ©cada de 1940 del periĂ³dico El PaĂ­s, entrĂ³ al caserĂ³n de la cĂ¡rcel, al final del Paseo del Prado, en las inmediaciones del castillo de La Punta. Como lo hacĂ­a de manera habitual, buscaba noticias, cuando un recluso, a quien conocĂ­a de vista, le cerrĂ³ el paso para pedirle un cigarro.

–Usted es el periodista, ¿verdad?

–SĂ­, ¿y tĂº? ¡Ya! TĂº eres el cochero, si no me equivoco.

–Soy Yeyo Vasallo, el cochero de los muchachos de la Acera del Louvre.

–¡Ah! Te acusan del asalto de la bodega de Rayo…

–SĂ­, señor, pero no me condenaran por homicidio. Acaban de decirme que ya estĂ¡ en la calle el “gallego” al que le di la puñalada en el pescuezo. Le ha quedado una cicatriz. Mi abogado pedirĂ¡ enseguida que cambien la radicaciĂ³n de la causa por lesiones graves.

Poco durĂ³ el optimismo de Yeyo Vasallo. DĂ­as despuĂ©s de aquella conversaciĂ³n, el cadĂ¡ver del asturiano GarcĂ­a RodrĂ­guez estaba tendido en la mesa de disecciĂ³n del Dr. Cueto, director del Necrocomio, que ocupaba entonces un edificio de dos plantas situado frente a la cĂ¡rcel, en el propio Paseo del Prado.

–Ha aquĂ­ algo curioso que no se repetirĂ¡ mucho –comentĂ³ el forense al examinar el cuerpo sin vida del bodeguero–. A este hombre no lo matĂ³ la herida; lo matĂ³ la cicatriz.

Los hechos

–Oye, tĂº, ¿se puede entrar? –preguntĂ³ Yeyo en plante de jefe del grupo.

RespondiĂ³ afirmativamente el bodeguero y en fila india hizo que Yeyo y sus acompañantes penetraran en el establecimiento.

–¿QuĂ© van a tomar?

Pidieron cerveza los cuatro y por indicaciĂ³n de uno de uno de ellos, el bodeguero lasqueĂ³ un poco de queso amarillo y abriĂ³ una lata de sardinas que dejĂ³ sobre el mostrador.

Servidos los supuestos clientes, el asturiano volviĂ³ a la puerta de la trastienda. DebĂ­a estar atento a los movimientos del vigilante de ronda, que podĂ­a “rayarlo” con una multa por mantener abierta la bodega a esa hora.

Aquellos cuatro sujetos tenĂ­an un plan bien fraguado; apoderarse de la recaudaciĂ³n del dĂ­a. VolviĂ³ adentro el bodeguero y, sin que mediara palabra alguna, Yeyo lo acometiĂ³ con fiereza. TenĂ­a ya en la mano un cuchillo enorme. LogrĂ³ GarcĂ­a RodrĂ­guez armarse con el cuchillo del lunch, pero mĂ¡s que entablar un combate buscaba burlar el cerco que le tendĂ­an los cuatro parroquianos y ganar la puerta abierta de la trastienda.

No pudo. El cuchillo de Yeyo lo alcanzĂ³ en la mejilla y enseguida le abriĂ³ un boquete horrible en el cuello. Con la sangre manĂ¡ndole a borbotones, cayĂ³ GarcĂ­a RodrĂ­guez al suelo y desde esa posiciĂ³n lanzĂ³ su cuchillo, que fue a clavarse en la pierna de Yeyo Vasallo, quien en ese momento ordenaba a sus cĂ³mplices que saquearan la bodega.

Solo habĂ­a 17 pesos en la caja contadora, pero los agresores se apropiaron, ademĂ¡s, de un queso de bola, dos botellas de vino y algunas golosinas.

Final

Salieron los asaltantes de la bodega a todo correr y abordaron el coche. Pensaban salir a Monte y ganar los Cuatro Caminos, pero a causa de los chuchazos el cabello se encabritĂ³ y el vehĂ­culo se volcĂ³ al proyectarse contra las columnas de un portal. Huyeron el Zurdito, el Ă‘ato y Bachata, pero Yeyo, aturdido por la caĂ­da, vio que un policĂ­a se le acercaba.

–¿Se ha hecho daño, cochero?

–No, solo fue un susto –respondiĂ³–.

El vigilante reparĂ³ en la ropa manchada de sangre e insisto en conducirlo a la Casa de Socorros. EntrĂ³ Yeyo a ella con desfachatez. Pensaba que el asalto a la bodega no se habĂ­a descubierto todavĂ­a y que no habĂ­a nada que lo incriminara. Con buena suerte justificarĂ­a la herida de la pierna, pero lo que vio en la Casa de Socorros lo dejĂ³ mudo. Alli estaba el bodeguero. “Ese… ese fue quien me agrediĂ³”, asegurĂ³ con mucha dificultad GarcĂ­a RodrĂ­guez.

El 18 de septiembre de 1907, la Audiencia de La Habana condenĂ³ a Yeyo Vasallo, cochero de la Acera del Louvre, a 17 años, cuatro meses y un dĂ­a de reclusiĂ³n. El Zurdito, el Ă‘ato y Bachata fueron absueltos.

Tomado de Cubadebate 

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