Diseño: Gilberto González García |
El golpe de
Estado parlamentario que está en marcha en Brasil tiene más de una lectura y,
aunque se inscribe y alienta en la actual contraofensiva de la derecha en
Latinoamérica, no se deben ignorar sus otros múltiples motivos y propósitos.
Por
supuesto, es un intento por desmontar la política económica y social que lleva
adelante el gobierno del Partido del Trabajo (PT), para regresar al Brasil del
neoliberalismo salvaje, donde unos pocos cabecillas locales llenan sus arcas,
mientras garantizan a las grandes trasnacionales que se lleven el sudor de los
trabajadores, las aguas, los árboles y la biodiversidad de la Amazonía, el
petróleo, los minerales, el azúcar… todo.
Se basa en acusaciones
sin pruebas ni fundamentos legales contra la legitimidad de un gobierno electo,
hace menos de dos años, por la mayoría del pueblo, con un impresionante
respaldo de más de 56 millones de electores.
Tan burda es
la maniobra que, incluso, el informe elaborado por el diputado instructor,
Jovair Arantes, se refiere a casos “completamente ajenos” a la denuncia, como
las investigaciones sobre los escándalos de corrupción en la empresa Petrobrás,
“en los que la presidenta ni siquiera ha sido citada”, argumentó el abogado
general del Estado brasileño, José Eduardo Cardozo.
Para empezar
a comprender esta compleja trama, lo primero es discernir cuál es el principal
objetivo de los promotores del juicio político contra la presidenta Dilma Rousseff
y, aunque parezca extraño, ella no es el blanco primordial, sino el
expresidente Luiz Inacio Lula da Silva.
Lula podría
presentarse a las próximas elecciones y arrasar con la votación, para
garantizar otro mandato de la coalición progresista encabezada por el PT, que goza
del apoyo de millones de ciudadanos beneficiados por los programas sociales de
la última década.
Según el
Banco Mundial, 25 millones de brasileños dejaron de vivir en la pobreza,
gracias a programas como Bolsa Familia;
Mi Casa, Mi Vida; Más Médicos y Hambre Cero.
Incluso,
dado el prestigio popular que acumula, es posible que Lula no necesitara muchas
alianzas con otros partidos para ganar los comicios y mucho menos para
gobernar.
Esa
posibilidad, casi certeza, deja sin opciones a muchos con ambiciones de poder,
quienes encabezan la campaña contra Dilma y contra el propio Lula.
Tras la
destitución de la presidenta se haría cargo un gobierno sustitutivo, formado
por los cabecillas del golpe parlamentario, quienes aprovecharían el lapso
hasta las próximas elecciones, en 2018, para desmontar los avances logrados por
el PT y entregar el país al capital foráneo.
El afán de
ciertos personajes por hacerse con el gobierno tiene, en este caso, además de
las motivaciones de siempre, las de tratar de escapar de la justicia.
Gran
cantidad de los políticos que promueven la destitución de Rousseff, e incluso
muchos de los que la defienden, deberían estar sometidos a juicio o cumpliendo
condenas por graves delitos.
El
presidente de la Cámara
de Diputados, Eduardo Cunha, uno de los más activos promotores del golpe, deberá
responder ante la Corte Suprema acusado de haber recibido, al menos, cinco
millones de dólares en sobornos, procedentes de las operaciones fraudulentas en
la empresa Petrobrás. Se le imputa ocultar ese dinero en Suiza y enfrenta un
proceso en el Comité de Ética de la
Cámara por haber mentido sobre sus cuentas en el extranjero.
Cunha fue
quien supervisó la votación del domingo 17 en la Cámara de Diputados que
aprobó enviar al Senado el proceso de destitución.
Michel
Temer, el vicepresidente que traicionó a Dilma y aspira a ejercer la
presidencia por sustitución hasta 2018, está bajo sospecha de haber participado
en negocios ilegales de alcohol.
En caso de
que Temer fuera inhabilitado, Renan Calheiros, el presidente del Senado,
ocuparía la silla presidencial, pero él también tiene causas pendientes por
evasión de impuestos, receptación de sobornos de un lobista, dinero que usaba
para pagar la manutención de una amante y una hija que tuvo con ella.
Según
cálculos de la ONG Transparencia Brasil, unos 300 de los 513 diputados de la Cámara
enfrentan –o enfrentaron– cargos, que van desde la corrupción hasta el asesinato
o la violación y, como mínimo, 48 de los 81 senadores a quienes corresponde
decidir ahora si procede el juicio político están —o estuvieron— sometidos a
causas judiciales.
Ello explica
que, además de un golpe de la derecha, la impugnación de la presidenta sea una
puñalada por la espalda que le propinan algunos de sus supuestos aliados en la
coalición de gobierno.
Detrás del
telón no podían faltar las garras del gobierno de los Estados Unidos, que
promueve el golpe también para anular la influencia de Brasil en la arena
internacional y su importancia como promotor de la unidad y la integración
latinoamericana y caribeña.
Además, Washington
aspira a debilitar a los Brics,
un grupo de países emergentes que desafían la hegemonía del dólar
estadounidense y del cual Brasil es el único eslabón en este hemisferio.
Envolviendo
todo el paquete conspirativo, los medios de desinformación de siempre se hacen repetido eco y amplifican las falsas
acusaciones contra Dilma y Lula.
Incapaces de
reprimir su euforia por los resultados del domingo, despliegan titulares
apocalípticos y tendenciosos, acompañados, incluso, de fotografías
distorsionadas y grotescas caricaturas de la presidenta.
Así se
completa un cuadro, a grandes trazos, de la maraña conspirativa contra Brasil y
contra el continente, porque el golpe contra Dilma es también contra todos los
gobiernos progresistas de América Latina y el Caribe, contra todas las fuerzas
de izquierda y contra la democracia.
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