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Foto: Runners World. |
Por: Jorge Ernesto Angulo Leiva
Aunque en la actualidad escasean los amores dispuestos a rebasar la varilla del tiempo, hoy celebramos una relación de 32 años entre la altura y Javier Sotomayor.
Cada minuto consolida su pacto con los 2.45 metros, nadie luce cerca de trasladar su cuerpo una dimensión galáctica más allá de la conquistada por el cubano.
En la ciudad española de Salamanca, el 27 de julio de 1993, el sol persistía luego de las nueve de la noche. Quizás sospechaba un suceso extraordinario y deseaba acariciarlo con sus rayos.
La urbe albergaba el recuerdo del récord planetario establecido por el Soto con 2.43 un lustro atrás y esperaba otro milagro capaz de quebrar la tranquilidad de sus calles.
Mientras el cubano recibía las indicaciones de su entrenador Guillermo de la Torre, el viento le susurraba la voz alentadora de su anterior profesor José Godoy, fallecido en 1990, padre desde los 14 años y dos metros de estatura deportiva.
El natural de Matanzas abrazó las plusmarcas cadete y juvenil, al aire libre y bajo techo, un título olímpico y seis mundiales, pero esa fecha ofrecía otra clase de magia.
Enfrentó el reto con su estilo curtido por incontables horas de perfeccionamiento, difícil de enseñar a los demás porque nacía de su genialidad. Como acostumbraba, calculó todo horas antes para llegar con la mejor forma en el momento de asaltar el cielo.
Vestido de blanco, con el dorsal 76, solo necesitó un intento válido sobre 2.32 y 2.38 para asegurar el triunfo. Sin embargo, mantenía la mirada fija en el horizonte, quería dejarse detrás a sí mismo.
Tras un fallo en 2.45, flexionó las piernas de espaldas al colchón y mostró tal concentración que pareció borrar el resto del universo. A su alrededor, el público aguardaba el derecho de correr a festejar la hazaña…
Un día alguien llevará la varilla un centímetro más arriba, así cree Javier Sotomayor. Pero mientras, agradezcamos la fortuna de vivir en esa espera.