Por: Víctor Joaquín OrtegaLa gran fiesta rescatada y restructurada por el Barón Pierre de Coubertin no podía escapar de la realidad, a pesar de las magníficas intenciones del humanista galo, que le dio de lado a la nobleza de “sangre azul” para ser noble de verdad y luchar por la Cultura Física para todas las personas.
El deporte y el olimpismo puesto al servicio de la bondad tuvo grandes obstáculos siempre y Pierre sabia del “…espíritu mercantilista que amenaza con invadir los círculos deportivos al haberse desarrollado los deportes en el seno de una sociedad que amenaza con pudrirse hasta la médula a causa de la pasión por el dinero” (1894).
En abril de 1919 profundizó más aún sobre el asunto: “…conviene que el placer muscular, productor de alegría, de energía, de calma y de pureza, sea puesto también al alcance de los más humildes y bajo las múltiples formas con los que los han investido las industrias modernas”.
Aquel anunciado amor desmedido por el dinero atrapó el ámbito de las lides musculares, y la esencia olímpica no salió indemne de los terribles males al subordinar lo atlético a los negocios. Su afán de llevar todos los deportes para todos, incluso a los adolescentes proletarios, terminó convirtiendo a muchísimos de los ases surgidos de esa cantera, en potentados separados del alma de sus pueblos.
En mi libro Las Olimpíadas de Atenas a Moscú (Editorial Gente Nueva, 1979,) expresé sin dejar de admirar al brillante pedagogo: “La visión de Coubertin sobre no pocos problemas es idealista, también las soluciones. A los 20 años de edad opinaba: el mundo exige un hombre nuevo; formémosle a través de la nueva educación”.
El deporte para él era la base de esta. No comprende que, para educar a la humanidad para las batallas de la época, hay que destrozar la sociedad existente y comenzar a construir otra, que para hacer la revolución pedagógica se debe hacer primero la revolución social”.
En abril de 1919 profundizó más aún sobre el asunto: “…conviene que el placer muscular, productor de alegría, de energía, de calma y de pureza, sea puesto también al alcance de los más humildes y bajo las múltiples formas con los que los han investido las industrias modernas”.
Aquel anunciado amor desmedido por el dinero atrapó el ámbito de las lides musculares, y la esencia olímpica no salió indemne de los terribles males al subordinar lo atlético a los negocios. Su afán de llevar todos los deportes para todos, incluso a los adolescentes proletarios, terminó convirtiendo a muchísimos de los ases surgidos de esa cantera, en potentados separados del alma de sus pueblos.
En mi libro Las Olimpíadas de Atenas a Moscú (Editorial Gente Nueva, 1979,) expresé sin dejar de admirar al brillante pedagogo: “La visión de Coubertin sobre no pocos problemas es idealista, también las soluciones. A los 20 años de edad opinaba: el mundo exige un hombre nuevo; formémosle a través de la nueva educación”.
El deporte para él era la base de esta. No comprende que, para educar a la humanidad para las batallas de la época, hay que destrozar la sociedad existente y comenzar a construir otra, que para hacer la revolución pedagógica se debe hacer primero la revolución social”.
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