Por: Víctor Joaquín Ortega
Pablo de la Torriente Brau. (San Juan de Puerto Rico, 12 de diciembre de
1901 - Madrid, España, 19 de diciembre de 1936). Foto: Tomada de
Internet.
“¡Por fin!”, diría Pablo de la Torriente Brau (San Juan, Puerto Rico, 12-12-1901; Majadahonda, España, 19-12-1936) al oír la actual noticia de la muy cercana posibilidad de que Jamaica sea una república plena, sin que la monarquía inglesa mantenga algo de sus garras allí, aunque sea de nombre mayormente ahora. Este hombre, símbolo del intelectual comprometido con la humanidad, desde su bragado internacionalismo, agregaría por lo menos: “Bastante se han demorado”.
Cuando publicó en la Revista de La Habana, en abril de 1930, su reportaje sobre los Segundos Centroamericanos, efectuados en la capital de Cuba, no se limitó a lo deportivo: “(…) tuvimos que oír el «Dios salve al Rey» de majestuosa solemnidad, pero seguramente no tan grato como cualquier aire de tierra libre, si Jamaica lo fuera. Y aún tuvimos que oír el de la tierra espléndida de Washington, maravilloso para ser tocado allá, para ser tocado en inglés, pero no para oírlo, sostenida la bandera por un portorriqueño sin libertad en La Habana, donde por mucho de la culpa de su país, no se han podido escuchar ni el de Nicaragua, ni el de Santo Domingo, ni el de Haití (…)”
Sabía que la tiranía proyanqui brindó a La Habana como sede para usar las competencias como cortina de humo, droga, para ocultar la explotación, el desempleo, la discriminación, los asesinatos, el país entregado a los gringos todavía más.
El deporte con el concepto militar de diversión: para alejar al enemigo de un punto. Pablo respondió a dicha usurpación. A partir de la apertura sonó lo incorrecto, aunque atrapó lo propio del concurso atlético, con escenas cinematográficas, poéticas, noveladas, como no lo logró ninguno de los especialistas del sector de su época.
“Puerto Rico, representado por solo cuatro valientes competidores, pasó enseguida. ¿Por qué estos muchachos trajeron la bandera americana, tan poco necesitada de glorias deportivas? ¿Por qué no traer a Cuba, ya que no fue el gobierno de la nación sino un grupo privado quien los enviaba, según las mejores noticias, la bandera borinqueña, tan parecida a la nuestra?” En el comentario ¿Qué pasó con las Olimpiadas habaneras? es látigo contra la discriminación racial que hirió la justa.
Rico colofón: La Semana reproduce un gran retrato de Antonio Maceo y debajo dice: “Si este ciudadano estuviese vivo y hubiera querido asistir a los Juegos Olímpicos, hubiera sido rechazado a la puerta del Habana Yacht Club”. Bien colocada esta otra trompada al cubrir la justa basquetbolística: “El público, poco contento con el trabajo de un forward cubano, comenzó a gritar: – ¡Quiten a Machado!… ¡Quiten a Machado!- Y la petición obtuvo una aprobación tan unánime y ruidosa que apenas pudo escucharse cuando una gran voz gritó con alegría burlona:- ¡Sí, hombre, que quiten a Machado y que pongan a otro!…”
El 30 de septiembre de ese año, la juventud cubana firmó con sangre su batallar contra los salvajes ocupantes del poder. En la masiva manifestación de protesta, los puñetazos de Pablo llovieron sobre los guardias del régimen, y por poco pierde la vida por los palazos recibidos en su cabeza.
El remero Rafael Trejo caería asesinado y el obrero comunista Isidro Figueroa recibía un disparo en la pierna. Solo quedaba un camino verdadero para enfrentar la tiranía: el de la violencia revolucionaria en oposición a la de los reaccionarios. Denunció, después, el crimen cometido con Felo Trejo: su crónica hizo y hace historia por hermosa y valiente.
Pablo censuraba fuerte a quienes se mantuvieran neutrales, indiferentes, ante las batallas por el bien de la humanidad. A los enemigos plenos, los sonaba todavía más. No ignoraba que los no definidos les hacían el juego. Por desgracia, la utilización de las lides del músculo, como el verdadero opio de los pueblos, no ha perdido potencia y continúa maculando.
Las dictaduras brasileñas y argentinas emplearon el balompié, pasión e identidad de estas naciones, sin perdonar las Copas del Mundo, para tapar la barbarie. No son casos excepcionales. Ni el olimpismo se salva: lo más indigno, Berlín 1936. Entre las narraciones de Pablo, hay dos deportivas: CD2 caballo dos damas y Páginas de la alegre juventud. Sus cinco crónicas de Recuerdos de la Próxima Olimpiada muestran el poder de su fantasía, de su creatividad, de su humor: a partir del conocimiento, alimenta la realidad con sueños y deseos desde una naturalidad colosal. Recorre las instalaciones de Los Ángeles durante la magna cita de 1932: un año antes (julio de 1931) con la imaginación “reporta”.
El texto pablista responde a lo sucedido en 1928, cuando en el salto largo venció Edward Hamm (EE.UU.) con 7.73 al haitiano Silvio Cator, 7.58. En 1932 “gana” el antillano, y ubica en segundo lugar al estadounidense, que tanto debe su avance a las desgracias de los demás.
Pablo ama el deporte, lo practica, lo tiene muy presente. Desde Nueva York, (12-5-1936), en una carta le expresa a Raúl Roa que los maratonistas: “(…) saben que todo no es dar cuatro saltos y terminar los 100 metros y coger la medalla, sino correr, correr, incansable, infatigablemente, saltar barreras, desfilar bajo la lluvia, cruzar cañadas, subir montañas, desriscarnos, y al final llegar y, ganar medio muertos por el esfuerzo o ni llegar siquiera, muertos antes. Y si somos así, no hay problemas que nos desalienten, ni esperanzas que nunca se rompan demasiado”.