Diseño: Gilberto González García |
Autor: Gilberto González García
Pareciera que cinco letras son insuficientes
para nombrar una entidad inconmensurable. Pero no es así, pues la grandeza se
encierra en el concepto en sí y en la emoción que experimentamos cuando
pronunciamos la palabra: madre.
Es que quien nos dio el ser, después de nueve
largos meses de llevarnos en lo más profundo de las entrañas, y después de
sufrir los dolores del alumbramiento; quien se desveló noche y día para que no
nos faltara el imprescindible sustento que brotaba del manantial de su pecho;
quien sufrió cada uno de nuestros dolores y gozó cada una de nuestras alegrías;
quien, aún cuando ya asomen a nuestras sienes algunas hebras blancas nos sigue
llamando “su niño”, tiene una talla que más nadie puede alcanzar en nuestra
vida.
José Martí dijo que nadie sabía bien de la
muerte mientras la madre no se le escapaba de entre los brazos. Alguien como el
Apóstol, que amó tanto a su país y tuvo que apartarse de su familia para
cumplir su sagrado deber con aquella madre mayor –porque la patria también es
madre– nunca dejó de sufrir por los desvelos que su vocación humanista ocasionó
a su progenitora. Y así lo expresó en versos, prosas y epístolas.
Otros muchos grandes pensadores han puesto en
frases bellas sus ideas acerca de las madres. Algunos con tristeza, otros con
alegría y todos con inmensa ternura. Mas, ninguno de esos enunciados puede
abarcar todo el significado de esas simples cinco letras, porque hay tantas clases
de sentimientos filiales como hijos tiene la especie humana.
Lo malo es que no siempre somos capaces de darle
a nuestra madre todo el amor y el cuidado que merece y cuando la perdemos es
que nos damos cuenta de cuánto nos faltó por entregarle y cuantos sufrimientos
pudimos evitarle.
Por eso, quien tenga el privilegio de gozar de
la presencia de su mamá, escuche bien este consejo: Rodéela de cariño, cólmela
de mimos, no haga nada que la pueda incomodar y no permita nunca ¡nunca! que
alguien se la ofenda o la haga sufrir.