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Autor: Jorge Rodríguez Hernández
Es inevitable hacerse la pregunta que da título a este comentario, cuando se conoce de los hechos ocurridos durante la noche del 26 al 27 de septiembre del actual año en el municipio de Iguala, en el estado de Guerrero, con la complicidad del alcalde de esa localidad José Luis Abarca y su esposa. No es la primera vez que ello sucede en la Patria de Emiliano Zapata, Benito Juárez y Lázaro Cárdenas. El modo de vida narco ha pasado – al menos en las últimas dos décadas- una factura indeseada a esa nación.
Fuerzas del orden, después de reprimir violentamente a estudiantes normalistas de Ayotzinapa por intentar protestar contra un acto en el Ayuntamiento, donde se encontraba Abarca y su cónyuge, dispararon ese día a un ómnibus en el cual viajaba un equipo de fútbol, con el saldo final de seis muertos, alrededor de veinte heridos y 43 jóvenes desaparecidos, desde entonces.
El acontecimiento ha estremecido a la opinión pública mexicana e internacional, y hasta la fecha han sido detenidos medio centenar de agentes de seguridad municipales, miembros del grupo criminal Guerreros Unidos, y el propio alcalde Abarca y su esposa, quienes trataban de evadir a la justicia alojadas en una vivienda a medio construir, ubicada en una colonia de la capital azteca.
Un operativo policial- considerada el más grande en la historia de México- en el que participan alrededor de 10 mil efectivos de diferentes cuerpos armados, incluida la Procuraduría General de la República, permitió encontrar una decena de fosas clandestinas, ubicadas en un basurero situado entre las localidades de Iguala y Colcula, donde había restos de alrededor de 30 personas, los cuales tratan de ser identificados por peritos mexicanos y forenses argentinos.
Reportes de presa señalan que los cadáveres fueron quemados, con el propósito de desaparecer sus restos, una acción propia de asesinos profesionales, que se esconden tras alias propias del mundo de los narcos, como “el Pato” (Patricio Reyes), “el Jona” (Jhonatan Osorio) y “el Chereje” (Agustín García), los cuales asumieron la autoría del repudiable crimen.
El prefijo narco acompaña casi todas las actividades de la nación mexicana, hasta tal punto de aparecer en decenas de letras de corridos y rancheras, así como servir de temas para obras literarias de los más diversos géneros. Una frontera de tres mil kilómetros con Estados Unidos, el mayor mercado de drogas del mundo, ha convertido al país azteca en el epicentro del crimen organizado en las Américas.
Se considera que en México operan entre 60 y 80 organizaciones criminales, las cuales han desatado una ola de violencia entre los diferentes carteles por el dominio del mercado de estupefacientes, lo que ha provocado la muerte de unas 60 mil personas y otros miles de desaparecidos, en su mayoría jóvenes.
El fomento y la expansión del narcotráfico en México, el cual ha logrado penetrar y corroer el tejido social en todos los ámbitos, tiene su base y caldo de cultivo en los 54 millones de personas pobres, casi la mitad de la población, unido a la falta de oportunidades para muchos jóvenes, que ven en el mundo de las drogas la vía expedita para obtener dinero fácil.
Aunque el Presidente mexicano Enrique Peña Nieto ha confirmado que no cejará hasta hacer justicia en el caso de los 43 estudiantes desaparecidos, no reparó ni por un momento en la dramática y explosiva situación que vive su país, y prefirió viajar al otro lado del Mundo, a China y Australia, para participar en las cumbres de las formaciones Asia-Pacífico (APEC) y el Grupo G-20, respectivamente.
Es como si Peña Nieto quisiera estar bien lejos de un volcán en erupción, con consecuencias imprevisibles, en caso de que sus abrasivas lavas, salidas de las profundas entrañas de una nación, entrampada por las acciones de los narcos, y con una visible deuda social, a pesar de un aparente crecimiento económico, acompañado del consiguiente bienestar social.
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