Foto: Revista Nueva Revolución.
Por: Víctor Joaquín Ortega
Pablo cayó en Majadahonda, España, el 12 de diciembre de 1936, como comisario político de una unidad internacionalista defensora de la libertad.
“He tenido una idea maravillosa; me voy a España, a la Revolución Española”. Y continúa por ese camino de lirismo épico, líneas surgidas del pecho, el que destrozó una ráfaga de ametralladora fascista cuando se lanzó al ataque aquel día de diciembre. Su prosa, su poesía están ante todo en los hechos.
Cadáver rescatado, puños en alto. Flores, mejillas curtidas temblando, la banda dirigida por Julio Cueva, La Internacional. Lino Novás Calvo atrapa el momento del sepelio con crónica magnífica; lástima que este escritor no le fuera enteramente fiel. Tampoco lo será quien despide el duelo: El Campesino maculará tantas cosas, su propia vida, sus hazañas. Miguel Hernández sí no falló: Elegía Segunda: “...Ante Pablo los días se abstienen ya y no andan/No temáis que se extinga su sangre sin objeto, / porque éste es de los muertos que crecen y se agrandan/ aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto…!”.
A patriotismo y coraje ganó su doble nacionalidad. ¿Acaso no obtuvo una tercera? Tiene tanto de español. Su lucha contra Machado y el Batista de la primera dictadura, su pelea antifascista, internacionalista, espejos donde mirarse (más bien toda su existencia).
¡Y a quitarse las manchas! Jamás se mantuvo lejos del mundanal ruido y nada le fue ajeno. Hasta su manera de amar era extraordinaria ¡Cuánto dolor se siente al saber que no estuvieron siempre a su altura!
Pasión por el deporte. Jugó al béisbol, se ejercitaba con pesos y era un magnífico defensor en el rugby. Es uno de los más grandes periodistas cubanos de todos los tiempos. Brillo especial en el sector de las lides del músculo. Iba más allá. Al mismo nivel de sus clásicos como La última sonrisa de Rafael Trejo y Hombres de la Revolución y sus testimonios sobre la cárcel y la Guerra de España, los escritos sobre los Centroamericanos de La Habana de 1930, donde atacó con un periodismo creativo el racismo y la discriminación, Usó el mismo punch contra los neutrales.
En sus crónicas de Recuerdos de la próxima Olimpiada, ¡qué imaginación tan fecunda que abraza lo hermoso y toma partido como siempre por la humanidad!
Podría dar más en su faena intelectual, colocar aun mejor sus cuentos sobre el ritmo del cine. Prefirió jugarse la vida por lo que amaba y creía. Y en su bondad, estilo José Martí —no por gusto aprendió a leer en La Edad de Oro— llegó a decir, en medio de los horrores de la conflagración: “De veras que hay que morir para acabar con la guerra”.
“He tenido una idea maravillosa; me voy a España, a la Revolución Española”. Y continúa por ese camino de lirismo épico, líneas surgidas del pecho, el que destrozó una ráfaga de ametralladora fascista cuando se lanzó al ataque aquel día de diciembre. Su prosa, su poesía están ante todo en los hechos.
Cadáver rescatado, puños en alto. Flores, mejillas curtidas temblando, la banda dirigida por Julio Cueva, La Internacional. Lino Novás Calvo atrapa el momento del sepelio con crónica magnífica; lástima que este escritor no le fuera enteramente fiel. Tampoco lo será quien despide el duelo: El Campesino maculará tantas cosas, su propia vida, sus hazañas. Miguel Hernández sí no falló: Elegía Segunda: “...Ante Pablo los días se abstienen ya y no andan/No temáis que se extinga su sangre sin objeto, / porque éste es de los muertos que crecen y se agrandan/ aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto…!”.
A patriotismo y coraje ganó su doble nacionalidad. ¿Acaso no obtuvo una tercera? Tiene tanto de español. Su lucha contra Machado y el Batista de la primera dictadura, su pelea antifascista, internacionalista, espejos donde mirarse (más bien toda su existencia).
¡Y a quitarse las manchas! Jamás se mantuvo lejos del mundanal ruido y nada le fue ajeno. Hasta su manera de amar era extraordinaria ¡Cuánto dolor se siente al saber que no estuvieron siempre a su altura!
Pasión por el deporte. Jugó al béisbol, se ejercitaba con pesos y era un magnífico defensor en el rugby. Es uno de los más grandes periodistas cubanos de todos los tiempos. Brillo especial en el sector de las lides del músculo. Iba más allá. Al mismo nivel de sus clásicos como La última sonrisa de Rafael Trejo y Hombres de la Revolución y sus testimonios sobre la cárcel y la Guerra de España, los escritos sobre los Centroamericanos de La Habana de 1930, donde atacó con un periodismo creativo el racismo y la discriminación, Usó el mismo punch contra los neutrales.
En sus crónicas de Recuerdos de la próxima Olimpiada, ¡qué imaginación tan fecunda que abraza lo hermoso y toma partido como siempre por la humanidad!
Podría dar más en su faena intelectual, colocar aun mejor sus cuentos sobre el ritmo del cine. Prefirió jugarse la vida por lo que amaba y creía. Y en su bondad, estilo José Martí —no por gusto aprendió a leer en La Edad de Oro— llegó a decir, en medio de los horrores de la conflagración: “De veras que hay que morir para acabar con la guerra”.
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