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Donald Trump continúa su paso arrollador por las primarias, ahora como único aspirante a la nominación del Partido Republicano a las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, pero no creo que le permitan competir por el sillón de la Oficina Oval.
Trump se presenta como una seria amenaza al poder hegemónico que ha gobernado siempre a ese país, caracterizado por las siglas WASP, que significan white anglo-saxons protestants (blancos anglosajones protestantes), pero es una forma más de encubrir la verdadera esencia de la clase dominante: el complejo financiero-militar-industrial, una minoría que estrangula por igual a los WASP y a quienes tienen otros tintes en la piel o profesan cualquier creencia.
Toda la maquinaria política y electoral norteamericana está diseñada para proteger los privilegios de ese sector y tiene resortes suficientes para eliminar cualquier amenaza.
Baste recordar que John F. Kennedy fue asesinado por oponerse a la guerra contra Cuba; el escándalo Watergate sacó del ruedo a Richard Nixon, como castigo por haber firmado la paz con Vietnam e implementar una política de distensión con China; y William Clinton fue atado de manos, por medio del escándalo sobre la nunca bien demostrada relación extramatrimonial con Mónica Lewinsky, porque trataba de frenar la carrera armamentista y era contrario a la guerra en Kosovo.
Y no es que Trump sea progresista, ni mucho menos, pero ha expresado algunas ideas bastante peligrosas para la élite, por ejemplo, en cuanto a política exterior.
En su primer discurso sobre el tema, en el Hotel Mayflower en Washington, abogó por establecer “un trato grandioso” con la Federación Rusa y eliminar la confrontación: "El sentido común dice que este ciclo, este horrible ciclo de hostilidad debe terminar e idealmente terminará pronto. Será bueno para ambos países".
Trump ataca el corazón del complejo financiero-militar-industrial cuando denuncia la enorme cantidad de armamento en el mundo y se opone a la política de tratar de exportar por la fuerza “el modelo democrático occidental” a otros países, cuya población lo rechaza, algo que considera “simplemente nefasto, tanto para esas poblaciones como para el pueblo de EE. UU.”.
El magnate critica la ideología neoconservadora, que se adueñó del poder desde el derribo de las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, con el pretexto de la guerra contra el terrorismo.
También irritó al poderoso lobby judío al criticar el irrestricto apoyo de los EE. UU. a Israel y dijo ser neutral frente al conflicto entre ese país y Palestina, aunque luego le pasó la mano por el lomo a la bestia sionista.
Sobre el acercamiento a Cuba ha sido bastante ambiguo cuando consideró que “en última instancia, va a ser bueno”, pero opinó que el Gobierno estadounidense podría haber hecho “una mejor oferta”, y hasta dijo que podría cerrar la embajada recién abierta en La Habana, hasta obtener concesiones de Cuba, lo cual parece muy improbable que realmente quisiera ni pudiera cumplirlo.
No obstante, Trump puede ganar todas las elecciones estaduales y, al final, la convención republicana está en condiciones de sacar a otro candidato de la manga y muy “democráticamente”, postularlo para la presidencia.
De hecho, ya están preparando todo para presentar al general James Mattis, ex jefe del Comando Central y actual investigador en la Hoover Institution (universidad de Stanford), como contrincante de Trump. Más claro, ni el agua.
Mientras los republicanos enfrentan la división de sus filas, y quienes manejan los hilos desde arriba tratan de frenar a Donald, los demócratas tienen su patio más despejado.
Entonces ¿Clinton?
Hillary Clinton ya se puede considerar, no solo la virtual candidata demócrata, sino la casi segura primera mujer que ocupe la presidencia de los Estados Unidos.
Y no porque supere a Bernie Sanders en el número de delegados, ni porque, como se ha dicho, después de un presidente negro, ese país está listo para tener una presidenta. No.
Sencillamente, Sanders no puede sobrepasar la barrera de la convención demócrata, por sus críticas al sistema, mientras la Clinton es la candidata perfecta del establisment.
Ella aboga por promover más guerra en el llamado Medio Oriente, fue impulsora de la destrucción de Libia y de los conflictos que estremecen al África, alienta la alianza entre Arabia Saudita e Israel para desmembrar a Siria e impedir la cooperación entre ese país, el movimiento Hezbolá e Irán, y apoya incondicionalmente al sionismo en su guerra de ocupación contra Palestina, todo ello con el fin de consolidar la hegemonía de las trasnacionales norteamericanas del petróleo en toda la región.
Es partidaria de escalar el conflicto entre Ucrania y Rusia y está dispuesta a arriesgar todo por limitar la recuperación de la influencia rusa en la arena internacional.
Con respecto a Cuba, ha ido cambiando sus posiciones. Mantuvo una firme oposición al levantamiento del bloqueo, desde el 2000 hasta su primera campaña presidencial en 2008, pero como secretaria de Estado, durante el primer mandato de Barack Obama, abogó por revisar esa política, argumentando que “no estaba logrando sus objetivos”.
En su actual campaña por la nominación demócrata, Hillary Clinton ha defendido con fuerza la eliminación del bloqueo, al punto de prometer, en Miami, que si fuera elegida presidenta utilizará la autoridad ejecutiva para debilitar aún más las restricciones amparadas en esa política.
Pero nadie imagine que existe una contradicción entre sus planes hacia Cuba y para el resto del mundo. Nada de eso. La coherencia es total, pues aspira a lograr la hegemonía por la fuerza en otras latitudes, mientras intenta subvertir el socialismo en nuestro país con una nueva táctica, habida cuenta del fracaso escandaloso de la hostilidad frente a la tenaz resistencia del pueblo cubano y la solidaridad que esta concita en el mundo.
En resumen, el poder fáctico de los EE. UU. tiene que elegir entre el —a su manera— rebelde Donald Trump y la peligrosa, pero incondicional, Hillary Clinton y no habrá muchas dudas: de lo malo, preferirá lo peor.
Mientras, Cuba continuará actualizando su modelo económico y social socialista, con total independencia y soberanía, no importa cuál sea el nuevo inquilino de la Casa Blanca.
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