De amor y tatami en Cuba



Foto: Internet

Autor: Víctor Joaquín Ortega

El viejo entrenador me lo contó. Al menos, la esencia de estas vivencias. Hasta no ocultó lo que llevaba por dentro. Ahora, lo comparto con ustedes. Me reservo los nombres verdaderos de los protagonistas, eso sí…


Tu hijo podría ser mío. No tendría el pelo crespo y negro, ni ese tamaño porque yo no soy tan alto como el padre y, a pesar de que la calvicie me ha ganado, lo que me queda es rubio y lacio como cuando te conocí.

Pero el muchacho sería tan bueno como es, y sería mío y tuyo; aunque más tuyo que mío porque los hijos son más de la madre, poemas que fabrican bien adentro, en el cuerpo, en el alma; y viven y hacen verdad de los sueños si uno sabe guiar como se debe esa verdad y esos sueños.

En él habría cristalizado nuestro amor, pero el amor se nos fue, o lo agoté, ¿qué sé yo? Un mal día, cada uno por su rumbo, y nuestro ensueño fue solo tuyo y, claro, del padre. Y ese ensueño ya tiene 14 años de andar por el mundo y soñar. Buen muchacho tienes, Mirta...

“Así, así...No te apures, tú eres mejor. Se cansa, ya verás. Ahora… ¡Qué ushi mata! Ni yo lo esperaba. Lo clavaste, mijo, lo clavaste...Me gustan esos aplausos desde las gradas. Es tu primera victoria. Vamos a seguir. Nadie te va a quitar el título”.

Estás en las tribunas. Pensé que no vendrías. No debes haber cambiado tanto, y cuando fuimos novios no te gustaba ni la pelota; hasta ignorabas quién era Víctor Mesa, ¡qué barbaridad! Nunca me acompañaste a las competencias: preferías el ballet, los buenos libros, el teatro y el cine, la música, y la música especial de tu computadora. Despreciabas mi otro amor; al menos, le hacías poco caso, a pesar de que yo trataba de no limitarme a los triunfos de los músculos y me entusiasmaba cada vez más con el piano y con las rosas.

Aquí estás, allá arriba; aplaudes y se te encienden los ojos cual fuego en el bosque. No me has visto. Bueno, ¿qué vas a ver hoy en la Kid Chocolate más allá de tu hijo que te sonríe tímido y te saluda antes de sentarse a descansar?

“¡Cuidado! Como te dije... ¡Sabroso! Frenaste su ofensiva. Te saca dos centímetros; tú eres más fuerte y eso empareja el combate. Si andas más vivo, te lo echas en el bolsillo. ¡Ay!, si te das cuenta, te lo comes: alza demasiado el brazo derecho, olvidando la defensa en busca del osoto... ¡Bien, no lo perdonaste: ippón! Palante que ya estamos en bronce...”

Bella todavía. O, quizás, más bella. Como el buen vino, ¿eh? Aunque no sé de vinos ni de ninguna bebida de esas, la gente lo dice y por algo será. Hay algo de angustia en tu rostro. No te preocupes, Mirta. No le va a pasar nada. Sé que tienes miedo, se lo dijiste desde que empezó a entrenar: hay mucho peligro, y si te rompen una pierna, un brazo...

Si le rompen un hueso, nada, Mirta, nada: los dolores, las dificultades esculpen a los seres humanos. Lo curamos y adelante... La vida no es solo sonrisa y mariposas. Todavía no me has visto. Tus ojos están fijos en él.

“Ese mulato es un dolor. Le falta técnica; le sobran valor, potencia y deseos de imponerse. ¡Resiste, Javier, y te lo llevas! ¡Levanta, tú tienes un mundo; véncelo y vamos por la de oro! Falló; si aprovechas, el mulato es out...Así...No fue clara la proyección pero lo tiraste.

“Vamos arriba por un yuko, queda poco. ¡Cará...!, esto parece cámara lenta. Camina, reloj. Ah, la relatividad del tiempo. ¡Cuánta bobería pienso! Ahora no hace falta el violín de Einstein y sí el saber de Jigoro Kano... ¡Ya! ¡Se acabó! Tienes la medalla de plata. No se me contente: vamos por el cetro. ¿Quién te para?”

Y tú, muchacha, no te preocupes más. La victoria está muy cerca. Sí, está cansado pero está entero. Por favor, cambia esa cara. Está pegadito al gran salto. Mañana, Juventud Rebelde hablará de él, y las emisoras de radio y la televisión; estará su foto. Será el campeón juvenil nacional de su peso. Cambia esa cara, por favor.

“¡Qué peleíta! Duro y hábil el contrario. No importa. ¡Entero ahí, Javier! No... Por poco. Escapamos. Es tu turno: lo veo cansado. Ataca, ataca...Lo barriste. ¡Ganamos, Javier, ganamos...! ¡Cómo has tenido que sudar el kimono, mijo¡”

Tu cara iluminada, Mirta. Desde que lo conocí, sabía que iba a llegar; flaco y todo, tiene. Se lo leí en los ojos: mucho coraje, mucha voluntad en el pecho. Y el judo lo ayudó a crecer por fuera y por dentro.

Como a los dos meses supe que era tu hijo. No dije nada, pero le puse el extra: un poco de desquite, tal vez una venganza. No contra ti, Mirta, sino contra la vida. O contra mi cobardía, mi falta de decisión; si no, no te hubiera perdido, y el muchacho sería... A Javier lo hice mi hijo, el que no tengo. Lo ayudo a formarse; le di más que mis conocimientos: le entregué mi cariño.

Ahí viene el campeón. Me abraza. Aquí están: ¿quién puede con las lágrimas? Las escondo, las seco. Javier, el brazo por encima de mis hombros, me lleva hacia las tribunas: “Mami, este es mi entrenador, mi segundo padre: sin él no hubiera ganado”.

Miro a Mirta y me estremezco cuando le doy la mano. Ella sonríe y también hay un riachuelo recorriendo esos ojos, que alguna vez fueron tan míos como los míos.

Publicar un comentario

Artículo Anterior Artículo Siguiente